Un anticuario recorre una zona rural en búsqueda de algún tesoro, y
en una de las granjas que visita se fija en un bol muy singular que
utilizan para poner la comida del gato.
—Disculpe —le dice al dueño de la casa—, estoy buscando un
regalo para mi sobrino… ¿Me vendería usted su gato?
—¡Por supuesto! —responde el granjero.
—Si no tiene inconveniente, también me quedaría ese bol tan viejo.
Quién sabe, puede que el gato se haya encariñado con él…
—¡Ah, no! ¡El bol, no! ¡En los dos últimos meses ya llevo vendidos
doce gatos gracias a él!
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